Una sagacidad visual

Una sagacidad visual

El ejercicio de reunir y comentar en este pequeño espacio, sólo un puñado de fotografías de la extensa y valiosa obra que Álvaro Hoppe nos ha dado de los años 80, tiene como fin poner en relieve ciertas operaciones visuales del autor que nos han permitido advertir algunas constantes críticas de nuestra cultura y sociedad.

En relación con lo anterior, dos aspectos centrales se desprenden de la experiencia de Álvaro como fotógrafo en sus inicios. Lo primero, que ha sido ya destacado por el fotógrafo, es que gracias a su experiencia teatral previa (Teatro Invisible) toma conciencia de que los cuerpos, viviendo en circunstancias opresivas en Chile, pueden generar estrategias para resistir e irradiar esta resistencia en el espacio público. Esta vivencia teñirá éticamente y le dará tal sentido a su trabajo que después algunos podrán esgrimir en torno a su persona la idea de un “testigo invisible” de la historia. Lo segundo, a mi parecer, más inconsciente o por lo menos no tan evidente, es que la noción de montaje o escenificación teatral empezará a dialogar significativamente con los primeros libros de fotografía que caen sus manos, para ser finalmente resignificada-será puesta en cuadro- en su trabajo perceptivo sobre la ciudad. Una ciudad desgarrada por conflictos sociales y políticos, y que se va configurando de acuerdo con los nuevos patrones de consumo derivados de la economía neoliberal impuesta a finales de los 70. La astucia visual de estas fotografías es que logran escenificar la tensión que se está produciendo en la vida cotidiana de una manera cuasi gestáltica. Estas tensiones se dan entre una “figura” dominante en primer plano, casi siempre en un tercio de la imagen, que pertenece a la publicidad y/o la propaganda, y el “fondo” de la imagen, el “entorno” urbano, que se presenta de manera porosa, divergente con las referencias vehiculizadas por los tótems del primer término. Recordemos que las estrategias publicitarias y propagandísticas tienden a deshistorizar el presente y monumentalizarlo respectivamente. Lo deshistorizan porque apelan a un sujeto primitivo, pulsional más que reflexivo, en un tiempo “excepcional”, que es el tiempo de las virtudes del producto. La propaganda, en ciertos periodos históricos, encuentra a menudo en la retórica de la hipérbole un dispositivo económico para convocar imaginarios autoritarios, o legitimadores de la autoridad como sucede aquí. Pero lo más destacado de estas fotografías es que sus encuadres siguen despertando hasta hoy una inteligencia visual para con la ciudad. Mientras se propicie un espacio en el presente para resistir simbólicamente, los grandes Discursos y Marcas, las gigantografías y monumentalidades serán solo parte del escenario donde se juega nuestra identidad. Y algo es muy cierto todavía: las ciudades de Chile no han terminado de tensionarse.
Mauricio del Pino Valdivia

Terremotos corporales

Terremotos corporales

Al igual que el brasileño Arthur Omar con sus series sobre el carnaval carioca, el chileno Sergio Lopez Retamal busca registrar en los shows transformistas del Santiago nocturno, aquellos sismos psicosociales que las máscaras prodigan sobre el rostro y el cuerpo de quien ostenta el principio de todo carnaval: ser el Otro -en derroche.

Sabemos medianamente que en el campo de la sismografía los aparatos tienen por objeto dar cuenta de los intervalos producidos por un fenómeno, dentro de una escala cuantitativa y, por lo tanto, objetiva. Aquí el registro fotográfico intenta efectuarse dentro del «temblor mismo», es decir, la cámara es participativa: vive el temblor corporal como dentro de una capa en deslizamiento continuo. Efectivamente, se puede vivir dentro de una escala de tiempo-que es la que te entrega el obturador-pero si has decidido vivir ese tiempo en larga exposición seguramente el fotógrafo sentirá ese transcurso como si ocurriera en su propio cuerpo.  En el mismo sentido, el cromatismo asignado por las fuentes se transforma en ese lapsus de tiempo en saturaciones corporales, en intensidades sobre-expandidas, en densidades mal contenidas, a tal punto que el color es presentado casi como si fuera una huella metrorragial. La apuesta de Sergio López, entonces, – como lo han hecho otros artistas-  nos ubica ante la cámara como aquel médium perfecto del derrotero dionisiaco: borrar los límites que crea lo diurno para acceder al rio del transformismo.