¿Podría imaginarse ud, estimado devoto de las imágenes artísticas, una escena religiosa de Caravaggio convertida en una estampita devocional? O lo que es más claro: ¿una estampita de un santo pero de «luces tenebristas»? La respuesta, quizás, no tan evidente, carga con una tesis muy difundida entre los historiadores del arte barroco. A finales del siglo XVI la pintura italiana vive un cambio fundamental en respuesta al manierismo intelectualizante y exclusivista del periodo anterior. El arte se hace más cercano al gusto popular y por ende a la comprensión fácil de la mayoría de la gente. Esta reacción, sin embargo, tuvo dos paradigmas decisivos y antagónicos en su momento: el naturalismo y vitalismo de Caravaggio, que buscaba una distribución brusca de la luz en la cruda descripción de los cuerpos; y el clasicismo y emocionalismo del pintor Anibale Carracci y su dinastía, que evidenciaba una predilección por el dibujo sensual por sobre el color.
Al decir de Arnold Hauser, fue en los talleres de este último donde empezó a gestarse el arte eclesiástico moderno. Hauser se afirma en el hecho histórico de que, iniciada la Contrarreforma, la curia Romana, sin abandonar su interés por influir en los sectores populares, debe hacer frente a la irrupción subjetivista protestante con un nuevo tipo de arte que encauce este carácter popular de una manera adecuada, es decir, limitada, sin «aplebeyarse». En efecto, propugnando una fijación por el culto en detrimento de la espontaneidad de la nueva fe, la Iglesia privilegió en las imágenes la sencillez de las ideas y las formas, promoviendo así una estereotipia visual que sirvió de modelo para todas las figuras ampliamente conocidas hasta el día de hoy: «La Enunciación», «El Nacimiento de Cristo», «El Bautismo», «La Cruz a Cuestas», «La Piedad». Más adelante, la pintura barroca Española, eminentemente religiosa, responderá a estos lineamientos, aunque en un principio se haga notar fuertemente la influencia del tenebrismo caravaggiesco. En relación a esto último, es bien sabido que la fama lograda por Caravaggio entre los mecenas religiosos de su tiempo no le ahorró de críticas a su obra, fundamentalmente por el inadecuado uso de la luz en sus óleos:
«…la luz, en sus cuadros, no hace parecer más suaves y graciosos los cuerpos, sino que es dura y casi segadora en su contraste con las sombras profundas, haciendo que el conjunto de la extraña escena resalte con una inquebrantable honradez que pocos de sus contemporáneos podían apreciar, pero de efectos decisivos sobre los artistas posteriores” 1
Si a esto le sumamos el hecho de que Caravaggio empleaba en sus escenas modelos humanos no asimilables a un ideal clásico (en otras palabras: la escena del milagro terminaba siendo una cantina) los efectos eran demasido «honestos» como dice Gombrich para que la Iglesia terminara por aceptar sin remilgos sus representaciones estilo Teatro Popular.
Por lo tanto (y este es nuestro esbozo iconográfico) creemos que las pequeñas imágenes reunidas aquí- las que nos acompañaron en nuestros pretéritos años católicos y son distribuidas hasta hoy por Ediciones Paulinas- indican en su gran mayoría el triunfo de una concepción barroca – clasicista, emocionalmente moderada de la imagen dedicada a la veneración y que responde a ese canon institucionalizado por la Iglesia hace ya más de 400 años. En efecto, tal como lo dice Hauser en relación al manejo de las imagenes del culto: «Las santas personas representadas deben hablar a los fieles con la mayor eficacia posible, pero en ningún momento descender hasta ellos».
Si bien no es posible aquí emprender un riguroso relato de las operaciones de transtextualidad que se han llevado a cabo para cada estampita,( por ejemplo: en el caso de la Inmaculada Concepción: ¿cita?, ¿parodia seria? del cuadro homónimo de Murillo) resulta muy ilustrativo reparar en algunas constantes perceptivas: predomina el dibujo sobre el color o lo atmosférico; las figuras de los santos obedecen a un estereotipo, a un modelo de belleza ideal; las formas se distinguen nítidamente y son independientes a diferencia de la «subordinación al todo» del barroco más audaz; la estructura de la estampa es cerrada, no abierta, con las figuras colocadas en el centro de la composición; no hay aquí violentos contrastes ni actitudes exageradas; la impresión general es de una gran serenidad y nobleza.
La Inmaculada Concepción de Esteban Murillo (izquierda) y al estampita encontrada en Ediciones Paulinas.(derecha)
1.-Gombrich, H.D. La Historia del Arte. Editorial Phaidon. New York. Pág. 393.
2.-Hauser, Arlnold. Historia social de la literatura y del arte. Editorial Labor. Barcelona, España. 1985. pág.103